A lo largo de los tres años que se prolongaron mis estudios de educación secundaria, como anticipé en posts de antaño, se fueron acrecentando mis tendencias homosexuales. El primer día de clases me encontré con la agradable sorpresa de que la chamaquita que me había empezado a gustar tanto en la primaria estaba en mi grupo. Desde luego a esa edad, y sobre todo a esas horas de la madrugada (a las siete entraba, luego de haber estudiado toooooooda mi vida en el turno de la tarde), apenas me di cuenta de lo que representaba: tres años más juntas, a lo largo de los cuales habría de hacerme de astucias de viejo mañoso para conseguir demostraciones de afecto de su parte.
Así es, de su parte, es decir, de ella hacia mí.
He de aclarar que la muchachita en cuestión no era la única persona que me gustaba, también me gustaba la maestra de biología; me gustaba una niñita que decía que si me hubiera conocido antes de la secundaria, habría sido su mejor amiga... aunque faltara mucho a clases (seguro me gustaba por su lógica, muy compatible con la mía); me gustaba (cuáááánto me gustaba) un chamaquito que se incorporó al grupo al segundo año, me gustaba y le gustaba yo, pero hasta hace pocos meses, nunca fui capaz de hacerme de astucias de vieja mañosa para conseguir demostraciones de afecto de parte de un dude; me gustaba una jovencita regordeta a la que le encantaba La Ley; me gustaba poquito un prefecto; me gustaban una del D y otra de mi grupo (el A), que estaban en volley... y bueno... no es el espacio aquí para admitir mi cualidad ojialegre, sino lo que marcaba mi gaydad at the time.
Cuando se me acercaba la niña esta que me gustó durante tantos años, enseguida me ponía nerviosa y me sonrojaba. Desde luego, cada vez que se me acerca casi cualquier persona, aún en esta época, me pongo nerviosa y puedo llegar a sonrojarme, pero movida casi siempre exclusivamente por mi fobia social. Con ella era diferente, mi rojez y nerviosismo obedecían a causas más allá de mi ineptitud para relacionarme con las llamadas personas; se acercaba a mí, hablaba conmigo, e inmediatamente yo sentía cositas en mi interior (no diré que también en mi inferior porque francamente no estoy segura de que fuera una atracción sexual tanto como romántica/platónica/emocional): la corriente como de frío caliente que sube por la espalda a veces y a veces baja por el pecho hacia la panza, las manitas sudorosas, la sonrisa instantánea que a veces (para fines de coherencia del discurso) es más un sentimiento interior que un gesto exterior, las rodillas débiles, el friito en la nuca que no se va hasta que ya se alejó la muchachita esta. O también el muchachito, pero él se acercaba menos.
Para segundo o tercero ya estaba yo bien enclosetada, habría sido incapaz de admitir que me gustara alguna niña, pero eso no evitaba que, como ya anticipé, me diera mis mañas de viejo (escasamente) libidinoso para hacerme de abrazos cariñitos regalados por las manos de ella.
La cuestión era inspirarle ternura y con mis ojotes grandes de antaño (las decepciones, desveladas y abuso de estupefacientes los han hecho perder su grandeza) no era difícil. Era cuestión, por ejemplo, de acercarme a ella luego de un juego de volley y decirle, con el tono de timidez que me regalaba la fobia social mencionada anteriormente, "[Nombre]... jugaste bien...", y venía y me abrazaba. Seguido me decía "Lluvia hermosa", acompañando el abrazo, y mientras más lo pienso, y pienso las costumbres que fue adoptando en la prepa, si pienso bien pero siendo malpensada, pienso que podría ser que si en algún momento llegó a experimentar atracción por alguna mujer durante esos años, yo no estaba descartada.
Pero este post no se trata de la prepa.
La trayectoria de la chancla, parte 3
viernes, 7 de septiembre de 2012
Por La Lluviedad Posteado a las 12:51:00 p. m. 1 comentarios
Etiquetas: biografía de una chancla, la lingüista que no ejerce, lluvia
Suscribirse a:
Entradas (Atom)